ASCENSO AL CHAMPAQUI

Todos los eneros íbamos en aventureras vacaciones a las sierras grandes de Córdoba.
Eran días felices de mi adolescencia compartidas a pleno con mi padre y la naturaleza. Los preparativos ya eran motivo de especial entusiasmo y esperaba la mañana, sin dormir por la noche  y con el ritmo del corazón acelerado en días que se hacían eternos.

El trayecto, desde que el destartalado ómnibus nos dejaba a la vera del camino de agreste ripio, era siempre a pie desflecando alpargatas. Un lugareño, ya contratado, nos esperaba para seguir el viaje hacia el destino final: el cerro Champaquí. Llegábamos tras acampar tres o cuatro veces en puntos de especial belleza y distantes más o menos unas dos leguasentre uno y otro.
El baquiano siempre iba a caballo llevando a tiro una mula carguera que llevaba los bultos de mayor peso. Nosotros caminábamos detrás y alternadamente nos agarrábamos de la cincha de la mula para facilitar el esfuerzo en las trepadas, con la mochila en los hombros y la boina en la cabeza. Avanzábamos por el sendero de herradura en fila india y con el paso lento y firme, siempre atentos a las indicaciones del criollo y a las órdenes de mi padre. Los cerros enmarcaban la marcha mochilera hacia el cerro todavía lejano haciéndome sentir, en su esplendor, que vivía una verdadera epopeya.
Nuestra actividad principal, cuando no marchábamos, era conseguir el alimento más importante durante esos días inolvidables:¡la trucha! No era fácil pues debíamos pescarlas con el difícil arte de su pesca en las límpidas aguas de nuestros ríos serranos. Nunca usábamos carnada natural y los señuelos artificiales dificultaban cazar a la presa que sería nuestro comida.
Gozaba especialmente estos momentos con el recuerdo de mi padre agolpándose en mis retinas como brillantes imágenes amadas. Todo lo demás era cielo añil, cerros aleonados, pureza de aguas y aires que elevaban cualquier estado de ánimo.
El tiempo no pasaba, parecía, pero el cerro tenía apuros en recibirnos y lo veíamos ya cada vez más cerca, a veces coronado por nubes y otras prestando su cumbre al sol.
El ascenso final no era difícil. Al llegar a su pie, donde un ranchito servía de refugio y se podía comer un cordero a la cruz, el corazón se suspendía en la admiración de la maravilla.
Pero necesitábamos el reparador descanso para encarar el asalto final y debíamos calmar las ansiedades.
Bien temprano, tras unos mates dulces, iniciamos el ascenso por la huella bien marcada que no permitía errores. Sus casi tres mil metros de altura prometían regalarnos el mundo.  No podía faltar la presencia del cóndor girando en círculos ni una bandada de aves que besaban nuestros ojos maravillados.
Y llegamos por fin a la cumbre con su laguna y sus tres picachos y el horizonte infinito y circular que permitía sentirnos dueños del espacio. El tiempo ya se había ido. No existía.

Feliz me sentía con la misión cumplida. Faltaba el regreso…

De mi libro "Del sentir que reverbera" 2017 

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Domingo, Julio 16, 2017 - 11:21

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