EL CAMPOSANTO

Cuando voy hacia mi refugio solariego, suelo hacerlo abstraído en la belleza de un paisaje serrano donde el camino ondula entre los cerros, lleno de curvas que hacen al misterio. A un costado, a pocos metros de la ruta y en medio de un bosque de acacias, dejo atrás un cementerio descuidado al que no le presto demasiada atención a pesar de lo pintoresco de su entorno. Siempre algún apuro impide que lo contemple con mayor cuidado.

Un día, con más tiempo me detuve bajo las sombras dormidas de los molles que se encuentran a la entrada del camposanto lugareño, enraizando en ellos sentires sosegados. El sol en el cénit anunciaba el mediodía de un día caluroso y seco. Pude ver entonces con asombro lo que habitualmente no miraba: entre malezas estaban las tumbas, que no sé si a cien llegaban, cada tumba con su historia y cada una respetando una memoria.
Estaban enmarcadas por el bosque verde y espinoso como si fuese una muralla defensiva contra inexistentes duendes y algunos pinos y cipreses añosos amarilleaban un tanto el glauco de las acacias.
Nada veía diferente a otros sitios de mi terruño de no ser las lápidas opacas y desvencijadas cruces entre las cuales jugaban sus rutinas los zorzales y calandrias. Acompañaban al sol algunas nubes, una suave brisa, el silencio al que estoy acostumbrado y ese olvido distraído que se adueñaba hasta de mi estampa intrusa y asombrada.
Había paz y había también otras presencias que se intuían en mi ser contemplativo. Nada era molesto, nada me hostigaba, todo era parte natural de ese contexto de la naturaleza.

Y estando en esas observancias, vi un niño que bajaba a lomo de burro por el sendero de herradura del cerro cercano. Bajó como deslizándose del manso animal y lo dejó suelto. Lo miré más detenidamente y pude ver su rostro cetrino bajo la boina, su camisa remendada y las alpargatas ya con flecos. Despacio se acercó y pasó a unos metros sin mirarme, con unas flores en las manos y dos lágrimas corriendo por su cara. Avanzó lentamente unos pasos y se detuvo en una tumba que se veía claramente más prolija que el resto. Se detuvo un instante, se agachó y dejó esas flores junto a una cruz doblada y rota. Luego, con movimientos parsimoniosos dio la vuelta, sin las flores y sin las lágrimas, subió a su jumento y se fue a tranquitos cortos en el mismo silencio y con la misma calma con que llegara.

Y allí, a orillas del camposanto, quedé pensativo ante esa vivencia tan conmovedora como inesperada. 

De mi libro “De cuentos y de poemas”.2015  ISBN  978-987-1977-72-7

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Sábado, Junio 24, 2017 - 09:04

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