LOS ACANTILADOS

No era un lugar muy frecuentado, de ahí su encanto a pesar de lo accidentado del acceso. Sin embargo la vista panorámica que ofrecía era digna de disfrutar. Desde arriba, ellos no se perdían ni una sola puesta de sol y si empeoraba el tiempo también le encontraban el lado atractivo, fieles a su cita diaria del mediodía el más mayor recordaba épocas pasadas mientras los más pequeños escuchaban con atención. Uno de los ancianos se sumó a la reunión con la avidez de rememorar su historia preferida... -...Pues sí, ese faro que veis ahí abajo abandonado lo construyeron antiguos prisioneros, fue su castigo de guerra. Podéis contemplar las huellas que los cañones dejaron en alguno de los acantilados, sin ir más lejos la Peña del Nido quedó truncada en una de aquellas contiendas. Los hombres esculpieron uno a uno cada peldaño que baja desde la costa, era necesario salvar el desnivel para construir este faro que tenemos debajo nuestro. Yo mismo pude contemplar entonces cómo alguno de aquellos hombres cayó al mar, a veces incluso se tiraban ellos mismos, locos por escapar de tan negro porvenir. La muerte entre los arrecifes era más deseable que su triste destino de encierro. -...¡Debe ser horrible no volver a sentir la brisa ni el batir de olas! -enfatizó uno de los más jóvenes. El vuelo rasante de una gaviota les sacó del concentrado interés que había adquirido la conversación, era un aviso. En efecto, al poco se dejaron escuchar las voces animadas de un grupo de colegiales que descendían por la escalera del acantilado, algo arriesgado quizás para sus endebles pies, pero sin duda una excursión programada con éxito para descubrir las maravillas de la naturaleza costera. Los cuidadores no escatimaban en precauciones para mantener ordenados a la tropa de jóvenes que, a la vez que bajaban los escalones se distraían en observar y apuntar con el dedo a cada roca, cada gaviota o árbol de curiosa forma o extraña ubicación, que llamaban su atención. La paz del lugar se tornó de repente en un jolgorio de risas y chillidos. El tono estridente de alguna de las niñas asustó hasta a las gaviotas, que se elevaron presurosas sin cesar de advertir a sus convecinas. Desde lo alto, contemplaron impasibles el barullo de aquella invasión de turistas... -Se nota que llegó el buen tiempo... -acertó a replicar el anciano, interrumpido en lo mejor de su historia- ¡Habrá que empezar a acostumbrarse a esto otra vez! Abajo, los excursionistas se agolparon junto al faro semiderruído, sin sospechar que eran observados. Los gritos de los niños crecían en desconcierto, hasta que los cuidadores dieron la orden para sentarse en torno al viejo faro y comenzar la merienda. Hasta lograrlo pasó un largo rato de tensión e impaciencia desbordada. Luego, tan atareados andaban en hincarle el diente a sus bocadillos que, por unos breves instantes, pareció regresar la calma a los acantilados, tal vez excesiva para los nuevos visitantes, más acostumbrados al bullicio que al hondo silencio de los lugares inhóspitos. No tardaron, por tanto, en volver a las andadas, primero con canciones en grupo, luego incorporando bailes a los que con dificultad acompasaban de histéricas risotadas forzadas. Una de las cuidadoras tuvo la feliz idea –bien acogida al principio- de iniciar una ronda de chistes y acertijos con el fin de mantenerles al menos sentados en un sitio fijo y acabar así con las peligrosas cabriolas al borde del acantilado. Pero pronto derivó en una exhibición de lenguaje soez y desagradable. El resto de cuidadores cambió entonces de estrategia a fin de reconducir la energía descontrolada de su alumnado y poner fin a los improperios. Al fin dieron resultado sus pretensiones y el turno de juegos trajo al menos una algarabía más pausada, influída también por la fatiga de algunos de los muchachos que no habían cesado desde su llegada de gritar y brincar. Una de las pequeñas se dirigió al grupo a voz en grito: -¡Mirad! Esa roca parece una cara... ¡Sí, mirad, la he visto reírse! Todos prorrumpieron en sonoras carcajadas burlándose de la desatinada imaginación de la chiquilla... -...Sí, sí... ¡Y allí otra! ¿No veis que tiene la boca abierta? La burla se extendió como la pólvora, a cada instante más carente de gracia; al desternillante ambiente de antes le sucedió un insoportable recelo que se escapaba así de las manos e intenciones de los apesadumbrados cuidadores. La velada había sido más que suficiente y otra vez revueltos, raudos, se dispusieron a iniciar la marcha de vuelta no sin la consabida complicación de aunar en fila a toda aquella desbandada de niños inquietos, si cabe ahora aún más pesados ya que acusaban las secuelas del cansancio y el aburrimiento. El enfado en la despedida llenó el enclave de lloros e insultos, los cuidadores intentaban poner las paces entre los puñetazos y empujones con amenazas de castigo, agobiados por tanta impotencia ... -Sí, mira aquella roca... Parece la nariz de una bruja... -insistía la pequeña ante la indiferencia del resto. El grupo de niños siguió la inclinada ascensión de regreso por los escalones del acantilado entre risas y llantos y, a lo lejos, se fue perdiendo el rumor de voces hasta terminar por desaparecer del todo. El anciano no pudo evitar recriminar a los turistas el mal sabor de tarde que le habían dejado... -No sé si me acostumbraré a esto alguna vez... Otro de los jóvenes, que observaba la situación desde arriba, animó al viejo para que continuara con su historia, pero el mayor les mandó callar: -Shsss... ¡Parece que vienen! ¡Poneos serios! Una de las cuidadoras había bajado de nuevo hasta el acantilado. Su mirada se dirigía nerviosa por cada esquina, deambuló un rato alrededor del faro, por los sitios donde antes había acampado la excursión hasta dar con la mochila extraviada. Luego, sin dejar de lanzar esporádicas y desconfiadas miradas sobre las rocas, se apresuró en volver en pos de los niños. La tarde ahora se vestía de dorados reflejos que el sol poniente pintaba en los acantilados. Las sombras del crepúsculo se proyectaban entre las rocas dando la sensación de que se alargaban, parecían moverse... -¡Vaya pandilla de desalmados! ¡Prefiero a las gaviotas! -gruñó la gruta abierta, que mostraba restos de papeles y plásticos amontonados en su entrada. ...Los acantilados jóvenes no dejaron de reírse, mientras la noche extendía sobre ellos el mismo manto oscuro que venía empleando desde hacía siglos.

 
¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !

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Sábado, Mayo 14, 2011 - 20:24

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