SOLILOQUIO


La tarde es lánguida llamarada, los recuerdos montan guardia frente a las ventanas, la noria mental extrae resquicios del pasado... Es culpa de Juan que este aquí... ambos, aquél triste día, juramos sobre el sagrado libro...
Antoine Laffont era ya la tercera generación dueña de las tierras, no era de fiar, tenia la mirada relamida de deseo, con aristas de soberbio y atropellaba con sus gestos.
Yo, Riesa Mansur, venía de un poblado que se había hecho jirones terrosos, que fue sofocando su progreso para darle paso al aullar de las taperas. Los espinillos fueron los únicos que podían resistir la yerma soledad del paraje, el hambre del país, a principios de siglo había hecho estragos en hombres y animales, mi amado pueblo no sé si aún está señalado en el mapa.
Fui la última en abandonarlo, esa fue la causa por la que me dieran un puesto, como maestra en la estancia “La Abella”, propiedad de los Laffont. ¿Riesa? qué significa, preguntó él mientras caminaba a mí alrededor. Teresa en árabe, respondí desviando su mirada inquisidora sobre mis verdes ojos, herencia de mi abuela mozárabe.
¿Años?...veinte dije. Maestra, ¡miren los aires de la mocita! nada menos que enseñar. Te vas a levantar a las cinco y ¡cuidado! de quedarte dormida, enseñas en las últimas horas de la tarde, a los empleados en la casa, como mi esposa no puede con todo el manejo de sus cosas, la ayudas cuando te lo ordene, durante el día le enseñas a pequeño mi hijo, está claro Riesa. Para eso se te paga.
Sin esperar respuesta, paso por mi costado, hizo que su hombro golpeara el mío, levanté mi mano y la cerré sobre el crucifijo, la soledad se me fue trepando lentamente hasta alcanzar mis lágrimas.
Pocas veces pude estar a solas con la señora de la casa, su caminar era cansino, la voz agotada, la piel transparente; sensaciones extrañas mi motivaban a compararla conmigo. Yo tenía de cabello hasta la cintura, ensortijado, negro azabache, y las carnes firmes.
Ella estaba siempre en su cuarto, si no bordaba, escribía, no hacía otra cosa. Muchas veces la espié y hasta, confieso, sentí envidia de la lujosa máscara de su entorno.
La madrugada del 13 de septiembre día de la virgen del Milagro, patrona del lugar, me sobresaltó el patrón con su grito. -Riesa, levántale urgente, voy a buscar al doctor... cuida a mi esposa.
Me acerqué a la cama, estaba con los últimos resuellos, me tomo del camisón...y balbuceó, Riesa,...las cartas, quémalas. Riesa...las cartas...en mi secreter; luego su mano se desplomó sobre la sábana de seda bordada con margaritas, -tantas veces la había oído exigirle a Sara que no quedara los pétalos arrugados-, luego se quedó mirando un punto incierto en mi rostro; una lágrima que había caído de su ojos izquierdo se cristalizó por la prolongada espera a que llegara el doctorcito.
La tarde siguiente, la dejamos bajo el manto de los lapachos. El señor no durmió más en la habitación matrimonial, y a decir verdad, no sé si dormía en la casa.
Fue tiempo después que mientras yo unía con una aguja de coser colchones, algunoscuadros para formar una manta para mi camastro, los gritos revolucionaron la estancia; borracho hasta los tientos y desaliñado, el patrón iba gritando mientras arrojaba las cosas que estaba a su paso, a esa hora todos los que trabajaban en la casa estaban en sus cabañas.
Cuando todo se silenció fui a ver que le sucedía, entre al cuarto, él, estaba casi desnudo, cuando me vio se lanzó como una furia sobre mí, puso al tenaza de su mano derecha mi garganta y comenzó a apretar, metió su mano izquierda bajo mi falda, me arrancó la prenda intima que llevaba bajo la enagua, después de una desesperante eternidad mi mente se volvió silencio, cuando desperté, Juan me llevaba a mi cuarto en los brazos, como único consuelo me dijo, no es tu culpa mujer, es su
costumbre...
Desde ese día comenzó a deteriorarse la salud del patrón, la fiebre fue anidándolo, fue quedándose quedarse en cama, a comer cada vez menos; se debilito tanto que nadie pudo ayudarlo. Como si no recordara lo ocurrido, una noche mando por mí. –dónde escondiste las cartas, muchacha tonta.
Señor, yo no las tomé respondí. Dámelas, antes que arribe mi hermana Sussete, no vaya a ser que me avergüencen ante mi familia, jamás alguien se atrevió a deshonrar a los Laffont.
Busqué en las pertenencias de la señora, hasta que las encontré en su secreter, al abrir la primera me espanté como si viera un fantasma, sentí debilidad en las piernas, quise pararme pero no pude, la lengua se me pegó al paladar...la señora, había escrito las cartas untando el plumín en su propia sangre.
Imprevistamente y para mí mal, el señor empezó a chasquear la lengua, se le extravió la mirada, comenzó a dar pequeños respingos sobre el lecho. Empecé a gritar, las cartas cayeron al piso... entre los llamados de ayuda recogí las cartas La casa se hizo un revuelo de sirvientes...
Tres días después lo depositamos bajo los lapachos, junto a su esposa, ella tenia cubierta su tumba con sus amadas margaritas. Esa misma noche, sin que nadie sospechara, tome las cartas y las oculté en mi baúl.
Sussete llegó y tomó posesión de toda la estancia, hizo y deshizo a su antojo. A los tres meses de su llegada decidió vender todo; a Juan se lo llevó con ella como jardinero. A los demás que trabajábamos en la casa grande nos pago,- lo que según ella creía era lo merecido- y nos dejó en libertad para andar la vida.
Es culpa fue de Juan que para librarse de su conciencia le contó a Sussete lo aquella noche. Él trajo a Sussete para que quitara a mi hija recién nacida. Ninguna gota de sangre de los Laffont andará errante, dijo. Todos se negaron en ayudarme a recuperarla.
Es culpa es de Juan que esté aquí...Porque a la muerte de su tía la hija menor de don Antoine regresó de Europa y esta recopilando la historia de la estancia.
Yo sé que la única historia que quiere recopilar ella es la otra historia; la que me he jurado no contar. Yo, aquella noche, le clavé a su padre la aguja de colchonero a la altura del abdomen, y que se la enterré con todas mis fuerzas.
La culpa es de Juan que ahora estén ante mí los profundos ojos verdes de Isabelle Laffont,


Beatriz Teresa bustos

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Viernes, Marzo 18, 2011 - 16:55

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