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Vida para lelos
Todo comenzó por el mes de diciembre, más exactamente el 24, una media hora antes de las doce.
A esa hora, los cuatro, con Juan Manuel a la cabeza, saltaron la tapia del viejo cementerio y comenzaron a caminar por esas calles rodeadas de tumbas.
El cementerio, como en casi todos los pueblos del interior, en un principio estuvo en las afueras del pueblo, pero Deseado después fue creciendo, y ese crecimiento fue envolviendo los alrededores del domicilio final y rodeándolo de casas.-
Casas de planes sociales, que es lo mismo que decir viviendas humildes, de dos habitaciones, baño y cocina comedor, con techo a dos aguas, de chapa, pintados de verde, un pequeño jardín adelante y un patio en la parte posterior.
Pero el barrio, Cementerio tenía que ser por fuerza, estaba casi despoblado en la víspera de la Noche Buena, y si alguien había en alguna casa, estaba mas preocupado por el bullicio de las fiestas navideñas que por lo que podía estar sucediendo en el Cementerio.
Con la tranquilidad de saber esto, Juan Manuel y sus acompañantes, caminaban tranquilamente entre las tumbas olvidadas de la parte vieja del camposanto.
Se dirigían hacia el sector nuevo, en el que, por lo general, las tumbas solo son montículos de tierra recién removidos y guardan cuerpos frescos, casi conteniendo un último calor, brindado mas por el doliente cariño de los deudos que los despidieron que por el propio calor humano que la muerte arrebató.-
El contraste entre las dos partes del cementerio es notable, pero esta percepción se va perdiendo a medida que se avanza desde la parte vieja a la nueva.-
Los huesos de los primeros pobladores descansa en la parte mas vieja, en lo que fue el primitivo cementerio, allí hay tumbas olvidadas, seguramente porque ya las familias se extinguieron, junto a asombrosas bóvedas que reflejan el poder adquisitivo de las familias que las poseen, el gusto, (si es que así se le puede decir) de la época, y obviamente, la supervivencia de algún familiar que todavía se ocupa por mantener lozano al menos el nombre de los difuntos, no ya sus cuerpos que a esta altura solo serán polvo en el polvo.
Luego, y siguiendo de este a oeste, sigue el sector intermedio, de las generaciones que siguieron a los pioneros, a los primeros pobladores del territorio y, por lógica, también del cementerio.-
Acá escasean las bóvedas, solo una que otra, de gustos mas modestos, y abundan las construcciones mortuorias bajas, una losa, una cruz, muy escasamente una estrella de David, y en la mayoría de los casos, solo un borde de marmolina que encierra un yuyo siempre verde, tipo uña de gato, coronando el centro de esa morada con un florero u algo semejante para recibir las ofrendas florales que, por lo menos una vez al año, algún alma piadosa deposita en ellas.
Finalmente, ya casi sobre la pared del oeste, y dando al Barrio Cementerio, están las tumbas mas recientes, las de los que resultan últimos habitantes de esa tierra de piedad.
Justamente en este sector esta Juan Manuel y sus tres acompañantes, llegar allí les había levado, desde el tapial que saltaron, aproximadamente unos cinco minutos, y esto no es porque caminaran lento, sino porque un pueblo de siete mil habitantes, como es Deseado, difícilmente pueda tener un cementerio demasiado grande, donde los vivos son pocos difícilmente puedan ser muchos los muertos.-
La cuestión es que, faltando mas o menos quince minutos para la Nochebuena, los cuatro se pusieron a cavar en una tumba pequeña, apenas cerrada esa tarde noche misma.
Cada tanto Juan Manual echaba un vistazo a su reloj, controlando que el avance de la excavación coincidiera con el avance de las manecillas fluorecentes que giraban en su muñeca izquierda.
Cuando apenas cinco minutos restaban para que sonaran las doce campanadas en la iglesia del pueblo, se asomo, en la negritud de la noche, la blanca madera que indicaba que los esfuerzos de los escavadores habían logrado la primera parte de su objetivo: llegar hasta el pequeño ataúd que esa tarde había recibido sepultura.
Juan Manuel apresuró a sus acompañantes, necesariamente a las doce en punto de la noche, y mientras oían el repicar de la Nochebuena, debía ser extraído de las fauces de la tierra el pequeño cuerpo que se hallaba allí sepultado.
Habiendo enganchado en las asas del cajón mortuorio cuatro sogas, con la primer campanada comenzaron a alzar el objeto buscado, y antes de dar la última, ya las cuatro personas deshacían su camino hacia el lado este, llevando, entre los cuatro la pequeña caja de madera con los restos del niño recién muerto.
II
Felipe Santillán, arrastrando sus setenta y pico de años y varios litros de mal vino, llegó hasta su casilla, ubicada en el extremo mas alejado del Pueblo, cerca de la medianoche.
Sacó del interior de la casilla una destartalada silla de caño, la apoyó sobre la pared de chapa y se sentó en ella, pese a que la sentadera de la silla hacía tiempo había desaparecido.
Apoyó sobre el piso el cartón de vino que aún no había bebido, y aprovechando la extraña calidez de esos días de diciembre, se puso a contemplar el estrellado cielo que cubría Deseado.-
La limpidez del firmamento le trajo recuerdos de la isla de Castro, allá en Chile, que había dejado hace mas de cincuenta años, cuando cruzó de Ancud a Puerto Montt y desde allí emprendió el camino hacia Sarmiento primero, ya en la Argentina, luego a Comodoro Rivadavia hasta finalmente recalar en Deseado.
Y los recuerdos llegaron no por el cielo diáfano, sino simplemente, como ocurre siempre con los recuerdos, estos se presentan ante la simple evocación de algún acontecimiento que nos ha estremecido.
Y lo que ahora Felipe estaba evocando, eran esas noches de su infancia, en el fundo donde trabajaban sus padres, que solía pasar tirado bajo los manzanos, mirando simplemente el cielo, generalmente nublado, tratando de encontrar entre los nubarrones, figuras conocidas, que pudiera asociar a las cosas que el conocía.
Eso siempre y cuando la luna le permitiera, con sus destellos plateados, distinguir las nubes de lo oscuro del cielo, cosa que no era común que ocurriera.
Sus primeros años transcurrieron en el campo, cuidando la tierra y los árboles en invierno, cosechando manzanas en verano, fabricando sidra en otoño.-
Así fue hasta que tuvo más o menos dieciocho años, para esa fecha, por una nadería se enojó con su padre y decidió marchar a la Argentina.
Aquí trabajó siempre como peón de campo, en esas estancias interminables que debía recorrer buscando alambrados caídos o animales perdidos.
Al Deseado llegó con una comparsa cuando ya tenía veinte años, trabajó en la esquila de esa temporada, y le pidieron que se quedara en los campos de “La Fructuosa” hasta después de la señalada.
Cuando pasó esta, ya marcadas las ovejas y convenientemente convertidos en capones los corderos, medio que se aquerenció con el lugar y buscó la forma de quedarse en esa estancia.
Allí fue peón de campo, encargado de la huerta, medio hizo de capataz, fue puestero y hasta en mas de una ocasión ofició de casero del las casa grandes, donde dormían los patrones.
Pero ya después de los sesenta años, sus huesos se cansaron de los fríos invernales y sus ojos, harto castigados por el viento, se negaron a ver más allá del alcance de sus manos.
Al mismo tiempo, la desertificación de la patagonia alcanzó a “La Fructuosa” y esta se fue quedando sin animales y sin animales ¿para que tener peones?
Así fue que recayó en Deseado, viejo, con la vista cansada, sin un céntimo guardado, acostumbrado a la soledad del campo, se armó la casilla casi en los límites del pueblo, cerca del basural.
Desarmó unos viejos tambores de doscientos litros que encontró tirados en el basural, los aplanó a fuerza de combos, fue rejuntando tirantes de unas cuantas obras, con ellos armó una estructura simple, un esqueleto de una pieza de dos por cuatro, los cubrió con la chapa de los tambores, metió papel entre la chapa y los tirantes y los fue cerrando por dentro con cartones o con pedazos de terciada o chapa que encontraba por allí.-
Esa fue su vivienda desde entonces y el basural su fuente de provisiones, comida siempre encontraba, mas algunos papeles, botellas y hierros que le servían para ganarse unos pesos serían suficientes como para ir tirando todos los años que le restaran de vida.
Los efectos de las uvas maceras almacenadas en el tetra brick, le fueron haciendo efecto lentamente, y cuando comenzaron a sonar las doce campanadas de la nochebuena de diciembre pasado, ya el sueño lo había ganado a Felipe.
Para él la Navidad no sería más que otro dolor de cabeza y seguramente una descompostura.-
III
Los vecinos del barrio “303 viviendas” nunca supieron bien que era lo que ocurría en ese departamento del segundo piso.
El complejo habitacional constaba de tres pisos y de seis departamentos por piso, dieciséis monoblocks de dieciocho departamentos mas uno de quince separados por una calle central que culmina en una rotonda, por lo que esa calle es la única de entrada y salida al complejo.
Juan Manuel, como todos, había logrado esa vivienda a principios del año pasado gracias a los planes del Instituto Provincial, los primeros meses estuvo allí con una mujer, nunca se supo si era su esposa o concubina, pero esto duró poco.
Unos meses después la mujer se fue y no volvió a aparecer por el complejo, a los pocos días, en el departamento de Juan Manuel comenzaron a vivir dos filipinos, que trabajaban en los buques pesqueros y una brasilera, morena y robusta, que según los mentideros de los vecinos, estaba trabajando en un cabaret de la zona portuaria.
Los filipinos permanecieron largo tiempo ausentes, seguramente el tiempo que duró la marea, es decir la temporada de pesca del langostino, generalmente unos seis o siete meses, y recién a fines de octubre, principios de noviembre volvieron a verse por el complejo.
Verse es un decir, porque salían ya bien entrada la noche y regresaban a altas horas de la mañana, generalmente alcoholizados.
La morena brasilera también salía de noche y solía regresar luego del alba, pero a diferencia de los filipinos, ella se mostraba de día también, hacía las compras en los negocios del barrio, siempre pidiendo productos en un portuñol bastante entendible y siempre tratando de encontrar vecinos que criaran gallinas que ella compraba vivas y que, sosteniéndolas de las patas introducía en el departamento del segundo piso.
A Juan Manuel no se le conocía oficio, de vez en cuando realizaba algunas changas, o al menos eso era lo que decía.-
Desde que los cuatro comenzaron a vivir allí, o mejor dicho, desde que la brasilera comenzó a vivir allí, porque los filipinos estuvieron una marea afuera, dejaron de encenderse las luces de la casa, al principio no se porque razón, pero luego porque le cortaron el servicio al departamento del segundo piso, la cuestión es que siempre se veían en las ventanas, por la noche, las danzantes luces y sombras de la iluminación de una vela.
Algunos vecinos al principio se quejaron por unos ruidos extraños, pero, por sobre todas las cosas, por el cacareo de las gallinas que cesaban abruptamente, siempre a las doce de la noche en punto.
Luego de esa hora la brasilera salía, toda vestida de blanco y no regresaba hasta el alba.
A su regreso, las escaleras que llevaban a los pisos altos del complejo, el segundo y el tercero, quedaban húmedos y con restos de algas marinas y caracolillos.
A partir de esa hora, el silencio reinaba en el departamento.-
Por el contrario de estos ruidos, Felipe Santillán continuó viviendo en la ruinosa soledad de su casilla en el basural, continuó juntando cacharros y chatarra todos los días, de noviembre a mayo, casi hasta ayer mismo, y rebuscando sobras de comida que disputaba a los perros y a las ratas en medio de la basura, el vino barato del tetra brick le ayudaba a digerirla.
Sobre mediado de mayo comenzó a sentirse mal, con dolor de estómago y fuertes punzadas en el bajo vientre.
Alguien le dijo que seguramente estaba empachado y que fuera a ver a Flora Nahuelpan, la vieja que vivía justo frente a la entrada del cementerio, que tenía fama de ser buena curandera y que en más de una ocasión había sanado a los que la visitaban.-
Después de unos días, y medio a regañadientes, Felipe se acercó a la casa de la Flora, esta le dijo que estaba empachado y que lo iba a curar de “palabra” que si en unos días no mejoraba no tenía mas remedio que “tirarle el cuero” para sacarle de encima el bruto empacho que tenía, pero que durante esos días no tomara vino.-
Puede que Felipe creyera en los poderes de doña Flora, puede que no, eso no lo podemos saber, en lo que si no creyó es en que tenía que dejar el vino, por el contrario, mas tomaba menos le dolía el estomago y el bajo vientre o menos se daba cuenta él que le dolía, que para el caso es lo mismo.-
El sábado fue el último día que Felipe visitó a Flora, el empacho no cedía y la curandera no se atrevió, o no quiso, tirar del cuero viejo y no muy limpio del Viejo del basural y menos quiso, seguramente, por el olor a vino que perfumaba su aliento a esa temprana hora de la tarde.
El domingo, casi al anochecer, Felipe fue hasta lo del “Indio Marín” el chatarrero de Deseado, le vendió unos caños de plomo y unas cuantas latas de conserva, todas aplastadas y atadas con alambre, junto los pocos pesos que el Indio puso en su mano y enfiló sus pasos para la casilla del basural.
En el último boliche del pueblo, casi en el inicio del basural, compró unas cajas de vino, que fue bebiendo por el camino, saboreando cada trago como preludio del siguiente.-
Llegó a la casilla ya entrada la noche, justo esa noche que fue la mas fría del año, no se si se acuerdan, sacudió la caja de vino que tenía temblorosa en su mano, buscando arrancarle la última gota que por supuesto no apareció, y con bronca sacó la vieja silla desfondada y la apoyó junto a la puerta, del lado de afuera de su casilla.
Se sentó en ella, pese al frió, y mas que por la pesadez de su cuerpo, por la falta de control sobre el mismo que el alcohol le privaba de tener fue hundiendo su traste en el hueco de la sentadera hasta quedar con la cabeza casi apoyada en las rodillas.
Así se durmió.
IV
La mañana del lunes Randolfo Segura, el comisario de Deseado, se levantó mas temprano que de costumbre, puso la pava sobre la cocina para tomar unos mates, se lavó la cara y mientras se secaba con la toalla, miró por la puerta entre abierta de su dormitorio el cuerpo de su mujer durmiendo.
Era una mujer joven que todavía conservaba restos de la belleza de años atrás, pero a la que ya los kilos habían comenzado a acumularse en sus carnes haciéndola mas voluminosa, aunque no menos apetecible para sus deseos, “unos años mas y tendrá cuarenta…. Se va a poner como una vaca… como todas” pensó mientras tiraba la toalla sobre el lavamanos.
Tomó dos o tres mates mirando por la ventana la escarcha que cubría las calles y el parabrisa de la 4x4 que la repartición, la Policía Provincial le había dado, decidió que era conveniente arrancarla y que se calentara el motor mientras tomaba los mates finales.
Saliendo para arrancar la camioneta, encendió la radio y escucho a la Negra Sosa cantando junto a Charli García, “mezcla de mierda” pensó, volvió dejando la camioneta regulando para que se calentara el motor, lo recibió la voz del locutor diciendo la temperatura, diez grados bajo cero y puteando por el frío que tenía que tomar, se puso el grueso coquetón de la policía cargado de las insignias que denunciaban su rango.
Mientras recorría las siete cuadras que separaban su casa de la Comisaría, se fumó un cigarrillo y encendió la radio policial, por ella se enteró de un código 412 en el Basural, muerte dudosa, y un código 115 en las “303 viviendas”, discusión familiar.
No supo por cual putear mas, el 412 implicaba papeleos, llamar al Juez, que viniera el forense, pedir una morguera al hospital, dejar una consigna en el lugar, que seguramente y con esta temperatura se cagaría de frío, pero el 115 era más complicado.-
Mandar una patrulla con dos o tres efectivos, averiguar lo que pasaba, seguramente una pelea entre un marido borracho y su mujer, o alguna infidelidad puesta al descubierto por un imprevisto arribo, tratar de calmar los ánimos, lograr que escucharan a los efectivos, en fin, hacer lo imposible para tratar de arreglar las cosas sin que tuviera que dejar constancia en papel alguno. Odiaba el papeleo.
Cuando llegó a la Comisaría decidió mandar al Oficial Principal Segundo Sepúlveda al 412 y encargarse el mismo del 115, para lo que mandó a llamar a dos agentes que estaban de guardia.
Segundo Sepúlveda se encontró con lo que ya esperaba, el cuerpo de un viejo, el Viejo del Basural, sentado en una desfondada silla, con el culo pegado al piso, la cabeza sobre las rodillas, congelado, para él pobre la muerte no fue mas que un frío e interminable abrazo que lo acompañaría para siempre.-
Sintonizó en el radio la frecuencia de la Comisaría, pasó las novedades, pidió un consigna y que se le avisara al Juez y al forense, ofreciendo quedarse allí hasta que llegara la comitiva.
El comisario Randolfo Segura llegó hasta las “303 viviendas” acompañado por los dos agentes, dos novatos recién ingresados a la policía, estacionó la 4x4 frente a la entrada del departamento donde habían denunciado los disturbios, dejó que bajaran los agentes y luego bajó del vehículo.-
No habían dado ni tres pasos cuando se abrió la ventana del departamento del segundo piso, y asomándose por ella Juan Manuel arrojó un pequeño cuerpo al vacío.-
La sorpresa ganó a la comitiva policial, por el tamaño no podía ser un muñeco, pero tampoco podían creer que se tratara de una criatura, pasado el primer momento y repuesto el funcionario, ordenó a uno de los agentes que fuera a ver que había caído y con un seco “sígame” le indicó al restante que lo acompañara.-
Ambos subieron las escaleras corriendo y casi sin detenerse empujaron la puerta del departamento del segundo piso.
En un ambiente totalmente despojados de muebles, se encontraron con Juan Manuel, los dos filipinos y la brasilera tomados de las manos, danzando en un circulo macabro alrededor de una alfombra de plumas de gallinas, algunas cabeza de los picudos animales semipodridas, manchas de sangre y en el centro el bracito disecado de lo que alguna vez fue un bebe de alrededor de un año.-
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