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LA OTRA ORILLA

http://www.slideshare.net/leetamargo/la-otra-orilla/1

Llegó el momento que había estado esperando. Los guerreros marchaban de expedición una vez más y, como de costumbre, a su regreso nuevamente se trasladarían de asentamiento como venían haciéndolo hasta donde alcanzaban sus primeros recuerdos. Sobre todo, le gustaban las historias que en la noche contaban los guerreros adultos y que hablaban de su origen, de la tribu y de la selva, la madre de todos los hombres-luna. Sus ojos de niño grande se iluminaban cada vez que oía narrar la creación del mundo del lecho del río... La luna enamorada se bañó en su cauce hasta que el rey de los árboles-liana enredó de celos su amor y, envidioso, lo maldijo. Desde entonces la luna regresó para siempre al cielo de la noche y, solo en raras ocasiones, ataca con sus rayos a todo aquel que vagabundea en solitario, víctima de amores imposibles...
Pero él no tenía miedo, era un muchacho intrépido y, además, quería convertirse en un valeroso guerrero para sacar a su gente algún día de aquella condena y poder llevarles al lugar seguro que se merecían, lejos de aquel errático vagar a orillas del gran río. Las respuestas de los ancianos a sus dudas lejos de convencerle le incomodaban, incapaz de soportar el amenazador mensaje de los peligros que acechaban en la otra orilla. Aquella explicación no bastaba para la ávida mente de un muchacho-luna y, en cuanto desaparecieron los guerreros, se dispuso a desentrañar el misterio por sí mismo. Se adentró en el río sagrado y empujó la canoa corriente abajo, precisamente en la dirección que tenían prohibida los hombres de la tribu.
A golpe lento de remo vadeó pegado a la orilla, dejándose llevar por el manso discurrir y evitar así el centro del enorme caudal. A tramos, el cauce llegó a ser tan ancho que la otra orilla se disipaba en un horizonte de brumas. Después de remar toda la tarde y casi una noche, el río comenzó a estrecharse y surgieron las primeras rocas, enormes moles sembradas en mitad de su curso, ahora no tan profundo. La vegetación se agolpaba en los bordes invadiendo el dominio acuático y, a modo de bóveda arbolada, con su entramado de lianas creaba un pasillo de verdes variopintos que apenas dejaba pasar la claridad del día. En aquella zona, la tierra embarrada se hundía en el agua y, antes de avanzar otro centenar de pasos por la orilla, ocultó la canoa entre la maleza. Más adelante, abandonó decidido la orilla maldita que jalonaba de miedos cada historia de sus antepasados y entró al claro. El sonido de la selva también cambió, a la vez que la luz del cielo se transparentaba en las grandes hojas y creaba halos de penumbra entre las lianas.
Siguió avanzando cauto y, camuflado entre la vegetación, observó las extrañas construcciones de madera que descansaban en el centro del claro. Nunca antes había visto nada igual, algunas echaban una columna de humo y otras guardaban ganado en el cercado contiguo. Entonces oyó las voces y pudo distinguir al grupo de niños que jugaban hasta que, de pronto, aquel ruido atronador le sobrecogió, se tiró al suelo asustado, quería taparse los oídos, pero pudo más la curiosa emoción que le embargaba al encontrarse con tanta novedad.
En verdad que se trataba de un panorama insólito para él, algo nunca imaginado que ningún relato de los ancianos recogió jamás... Al fondo de las cabañas aparecieron las primeras máquinas con su estruendoso rugir. El verde de la selva había desaparecido bajo su peso y, sobre la tierra allanada, se apilaban los troncos de los árboles con su amputado gesto de dioses caídos, mientras otras máquinas también humeantes se ocupaban de transportar a rastras sus cadáveres. Los ejemplares más erguidos rasgaban el techo tupido del bosque en su vertiginoso caer. Le distrajo de su estupor el corro de mujeres que cruzaba la explanada, seguidas de los niños que correteaban alborotados. Una de las muchachas se había separado del grupo y se encaminaba hacia el río, muy cerca de donde él se encontraba apostado. Tan cerca que pudo escuchar su respiración al pasar junto a su improvisado escondite. Detrás de aquel montón de bidones de gasóleo vacíos escrutó el grácil movimiento de la muchacha. Le llamaron la atención sus vestiduras, le resultaba extraño que alguien en aquella selva cubriera de ese modo su cuerpo. Al poco, contuvo el aliento absorto en contemplar cómo la chica iba despojándose una a una de sus ropas y, tras posarlas con cuidado en el recodo, se sumergió desnuda en las aguas... Un chasquido a su espalda le advirtió del peligro cuando ya era demasiado tarde. El barbudo hombretón le sujetaba por los cabellos mientras gritaba para llamar la atención de los otros hombres que manejaban las máquinas...
-¡Eh, mirad qué he encontrado! ¡Un condenado salvaje!, venid...
En su frenético pataleo el muchacho acertó a golpear las partes del casual carcelero, que rodó constreñido por la maleza sin dejar de perjurar. La muchacha del río, interrumpida en su baño, se cubrió los pechos justo cuando el muchacho salvaje pasó junto a ella como una exhalación. No obstante, al indígena le dio tiempo a contemplar de cerca el rostro de la muchacha y la brillante expresión reflejada en sus ojos mientras, de un salto, se zambullía en las oscuras aguas. Braceó hasta la otra orilla y, una vez allí, se entregó en veloz carrera sorteando lianas, ramas y rocas. Atrás podía percibir el vocerío de los hombres y, luego, sintió silbar a su alrededor los disparos de sus máquinas de fuego, capaces de perforar los árboles. El pánico le impidió reconocer el sitio donde había escondido la canoa y, además, la proximidad de sus perseguidores le obligaba a avanzar sin denuedo. Corrió hasta cansarse, hasta que los sonidos de la selva de nuevo se erigieron en dueños de aquella margen inhóspita. Aún hubo de bordear a nado el río en todo su largo, ayudado de la corteza seca de un tronco y a pie en los tramos más anchos.
Regresó con la faz cambiada en su alma de muchacho, impresionado por la experiencia vivida. Sus dudas y rebeldía habían quedado resueltas con aquel otro temor aún mayor... No podía olvidar los ojos del río en aquella muchacha. Llegó al poblado de los guerreros-luna justo cuando ya levantaban el campamento. No preguntó ni rechistó, se incorporó silencioso a la comitiva de la tribu, a la búsqueda sigilosa de senderos nuevos en la espesura cercana al río... Pero siempre en la otra orilla.

¡ SALUDOS, AMIGOS/AS !

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quinta-feira, maio 12, 2011 - 16:14

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