Úrsula

Tengo el honor de conocer a un escritor que, cada vez que puede, presume de tener una gran amiga. De esas que siempre están cuando se las necesita. Las que nunca dan la espalda y comparten los grandes momentos de la vida, sean estos tristes o alegres. El escritor manifiesta abiertamente que la quiere como a nadie. Se complace en cuidarla y mimarla al máximo. Vela por su sustento y es, por ende, causal de reciprocidad.

Quizá haya quién piense que tener solamente un amigo en la vida pueda ser consecuencia de intrínsecos problemas sociales; o tal vez del transcurso de una etapa en decadencia, máxime cuando nos referimos a todo un literato. Acaso, quien discurra de ese modo tenga razón, pero esa y otras posibles elucubraciones, suposiciones o conjeturas, estoy seguro de que al artífice de las letras, le importan poco o nada.

Cuando el hombre siente desesperación o temor, alegría o dicha, se refugia en Úrsula, su compañera. De alguna forma, ella le hace saber que lo escucha, aunque en realidad, nunca lo oye. Él suele mirarla durante horas, a veces en completo silencio, a veces tarareándole una canción. Ella se comporta como si le devolviera la mirada, pero en realidad, jamás lo ha visto.

Es el artillero de punzante pluma y opalina holandesa un hombre religioso. Suele frecuentar todos los domingos, a eso de las doce del mediodía, la catedral de la ciudad. Le gusta escuchar la misa y, sobre todo, los sermones de monseñor Azpeitia, hombre culto donde los haya, amén de buen confesor y consejero espiritual.

Hace un par de semanas, el honorable cuentacuentos caminó hacia la catedral, como siempre. Sin saber muy bien por qué, ese día decidió hacer una excepción y asistir acompañado. Úrsula nunca había estado antes en una iglesia. No entendía más allá de esporádicos y breves paseos, pero jamás mostró ademanes que dieran a entender  inconformidad o desacuerdo. Me consta que no era hembra religiosa y jamás lo había sido. Por supuesto, resulta obligado matizar que, su origen asiático nada tenía que ver con la cuestión.

El escritor caminaba despacio, sonriente. Sostenía a Úrsula con delicadeza, primero con la mano derecha, después con la izquierda, y ella correteaba alrededor, como si en verdad le demostrara a su protector verdadera felicidad y desmesurado contento. No obstante, estaba de sobra amoldada a ese tipo de eventualidades. La gente los miraba asombrados, sin poder evitar señalarlos con el dedo. A todas luces, formaban una extraña pero pintoresca pareja.

Se adentraron en la catedral cinco minutos antes de que diera comienzo el culto. La mayoría de las personas ocupaban ya sus lugares en los bancos de madera, aguardando a que monseñor Azpeitia hiciera acto de presencia y diera inicio a sus labores con el típico saludo a la comunidad. Úrsula y el escritor se dirigieron a la primera fila de bancos.

Del todo ingenuo, el dramaturgo introdujo a su incondicional en el bolsillo izquierdo de su chaqueta. Confiaba plenamente en la quietud y mansedumbre del arácnido. De vez en cuando, palpaba con sumo cuidado el bolsillo desde el exterior y sonreía para sí mismo al darse cuenta de que ella seguía allí.

Y fue así que comenzó la misa. Recibieron los creyentes al prelado, dando inicio la liturgia del acto penitencial. Todos de pié, pidieron perdón humildemente al Señor por las faltas cometidas. Siguieron con las oraciones de rigor y, poco después, la lectura de un bello pasaje del Antiguo Testamento. En este punto, como era de esperar, mi amigo se olvidó por completo de Úrsula. Recorría su imaginación la historia del pueblo de Israel, sumergiéndose en la visión de pintorescos paisajes áridos y en la palabra de sabios profetas. Tras varios minutos de lecturas, comentarios y salmos, la celebración continuó hasta el inicio de las ofrendas, momento en el que monseñor Azpeitia presentó el pan y el vino, cuerpo y sangre de Jesucristo. Regresó en ese instante a la realidad y recordó a su adorada amiga. Tanteó una vez más el bolsillo de la chaqueta, dando pié a que una estupefacción extrema, no carente de desasosiego, se apoderase de él, al cerciorarse de que su compañera del alma había abandonado la seguridad del improvisado refugio.

En el instante en que esto sucedía, dejó monseñor el cáliz sobre la mesa e introdujo una mano con el fin de tomar una hostia consagrada. Úrsula sintió las vibraciones a su alrededor y clavó, sin dudarlo, los quelíceros afilados en la carne trémula. El prelado retiró rápidamente la extremidad del recipiente de plata y contempló dos minúsculas gotas transparentes resbalando entre el pulgar y el índice. El dolor era agudo e intenso.

El portavoz de Dios observó, tembloroso, el interior de la crátera sagrada. Mantenía una distancia prudencial, como si temiese que algo grotesco y repugnante fuera a abalanzarse sorpresivamente sobre él. Úrsula permanecía en posición de ataque.

— ¡Criatura infernal! —exclamó con los ojos muy abiertos.

Tomó la pesada Biblia con la mano sana, mientras, con la extremidad adolorida, sostenía el cáliz de plata por el tallo, volcando el contenido sobre la mesa ceremonial. La tarántula cayó entre una pila de obleas, lanzó un rápido ataque al aire y permaneció atenta, adoptando de nuevo la posición de alerta.

El pesado libro la aplastó con fuerza. El quinto mandamiento no aplicaba en estos casos. «No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud.»

Monseñor dirigió la mirada hacia su mano. Dos pequeños orificios enrojecidos se apreciaban ahora sobre la hinchazón que, paulatinamente, deformaban la carne. Suspiró con profundidad y se limpió el sudor del rostro. El veneno comenzaba a hacer efecto. Levantó el libro sagrado y vislumbró, con marcado asco, el resultado de su acción.

Úrsula no se movía. Su abdomen estaba completamente destrozado, al igual que sus frágiles patas. El cefalotórax se apreciaba roto y bañado en abundante hemolinfa. Con solo acercarse un poco, cualquier experto podría observar con claridad el corazón, parte del cerebro y el estómago succionador. Las hileras y lo que parecía ser el tubo digestivo, se adherían al lujoso encuadernado bíblico.

— ¡Y donde hay una, hay dos! —masculló para sí mismo.

No tuvo tiempo el jerarca eclesiástico de hacer ni de decir nada más. El certero disparo retumbó en el interior de la catedral, envolviendo el litúrgico acto en un grotesco y descomunal estruendo. La bala impactó de lleno en su frente y, balanceándose un instante, los ojos abiertos de par en par, cayó al fin, sin vida, arrastrando consigo el mantel ceremonial así como el resto de artilugios rituales.

Al darse cuenta de lo ocurrido, los feligreses huyeron despavoridos del lugar. El miedo y la confusión se mostraron tan sorpresivamente, que se empujaban unos a otros sin dar muestra de compasión y deferencia. Caos y desorden, egoísmo, empujones, gritos y desesperación. Pánico. En un santiamén, el prójimo y el “todos somos hermanos” no contaban para nada. El escritor, con la tranquilidad del incrédulo, lanzó una última mirada hacia el lugar donde había quedado su mejor amiga y, marcadamente triste y cabizbajo, plenamente consciente de lo ocurrido, abandonó el ahora desierto recinto eclesiástico. Poco a poco, humedecidos los ojos, triste el corazón.

Me costó mucho trabajo conseguirle al escritor una nueva compañera. Tuve que hacer varias llamadas hasta que, hace unos días, por fin la nueva Úrsula llegó a sus manos. Se trataba de una preciosidad color azul cobalto, más o menos del mismo tamaño que la anterior. A ojos de un neófito, podría aseverarse que la melliza criatura exudaba hermosura y sobrecogimiento a la vez. Cómo no, tratándose de una Haplopelma Lividum. Nos encontrábamos en mi casa, en el cuarto que funge como estudio y biblioteca, cuando le hice entrega del preciado tesoro. Al verla, abrió el novelista los ojos de par en par, sin poder contener un gesto de estupor e incredulidad. Acto seguido, una espontánea sonrisa se dibujó en su semblante. Me miró, y supe en esa hora, que la vitalidad y la alegría de vivir, impregnaban de nuevo la estancia.

― ¡Úrsula! ― exclamó incrédulo.
― Así es mi estimado amigo ― le dije yo emocionado, mientras guardaba la pistola, ya limpia, en el primer cajón de la mesa de trabajo.

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Viernes, Noviembre 11, 2011 - 03:17

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