MUERTE Y RESURRECCIÓN

Muerte y Resurrección

No sé con exactitud
qué hicimos,
pero recuerdo
que de mis manos salía fuego
y que acariciaron todo tu cuerpo
recorriéndolo enteramente,
como a un ídolo
sagrado.

Recuerdo que entre tu cuerpo
y mi cuerpo,
sobre todo a la altura
del estómago
y del corazón,
había un fuego vivo
entre los dos,
quemándonos,
sofocándonos,
asfixiándonos,
consumiéndonos,
y que un suave sudor me cubría
desde el cuello hasta el vientre.

Recuerdo que justo sobre tu ombligo, y un poco más arriba,
todos los fluidos se mezclaron,
y que los esparcí y mixturé,
como pasando la palma abierta sobre un óleo fresco aún,
expandiendo con lentitud, a veces pasmosa,
ese bálsamo suave con finos corpúsculos de talco
por el resto de tu pecho,
tus pectorales, debajo de los brazos,
la garganta, el cuello,
y, casi con violencia,
al pasar por tu boca
desde un costado del cuello hasta tu oreja;
y que este bálsamo sabía
a pistacho,
a sal,
a cebolla,
a océano,
y al degustarlo de tus labios
tenía otros sabores exóticos
de cosas que aún no conozco.

Allí fue cuando te dije en tu oído,
con frenesí salvaje,
“ahora te necesito”,
porque un anillo ígneo
gritaba con imperiosa urgencia
por cerrarse en sí,
y estrecharse como una pitón
que comprime con fuerza,
sin prisa pero sin pausa,
lenta y seguramente,
hasta alcanzar
ese río suave, lento, dulce,
que te lleva hasta la muerte.

Luego resucité,
exhausta y extinguida,
sobre tu pecho que aún
latía con violencia.

Entonces
sólo te dije
“te quiero mucho”
y me dormí
abandonándome en el sueño.

María Luisa Landman R.