ASI LO QUISO
Fue algo más que el acicate de aquella imperiosa necesidad lo que le condujo a los bosques del norte. Apenas había deambulado lo suficiente para toparse con la cruel realidad de que el hambre también había que seguir combatiéndolo dentro y fuera de su frontera. Al menos allí, su forzuda complexión podía abrirse camino en la tala de árboles de las empresas madereras, necesitadas de brazos fuertes. -Esteban, me llamo Esteban. –respondió, mientras recibía a cambio un juego de guantes y una manta, con la indicación del barracón que le correspondía. El dueño de la compañía, el señor Radoslav, era un hacendado y grueso polaco que pagaba bien el duro trabajo, al tiempo que ofrecía comida y techo bajo los barracones del campamento, mientras duraba el contrato. Habitaba con su familia en la cabaña contigua al recinto. Su mujer, una enorme alemana de nombre impronunciable, se encargaba de cocinar para todos los leñadores. A la hija, Valia, en cambio, de estilizada apariencia, grácil y delgada, trataban de evitarle tareas arduas así como el contacto directo con los trabajadores. Sin embargo, atraída por el vocerío del personal a la salida de los turnos, la joven no siempre cumplía a rajatabla las normas establecidas por su propio padre y, pronto, tuvo ocasión de entablar conversación con Esteban en uno de sus esporádicos paseos entre los barracones. La belleza rubia de rasgos germánicos de Valia, calcados sin lugar a dudas de su madre, congeniaron a la perfección con el carácter espontáneo, cálido y abierto de Esteban, que se sintió algo más que halagado por los momentos que la muchacha compartía y le dedicaba al finalizar la jornada de cada tarde. Aquella relación fructificó y, de modo irremediable, se enamoraron, ante la mirada en apariencia distraída del señor Radoslav, que prefería predicar desde el ejemplo, con protectora tolerancia. A Esteban le costó tragar saliva cuando Valia le comunicó que esperaba un hijo suyo. No obstante, la reacción de los padres de ella no pudo resultar más positiva. No sólo los cuidados a la futura madre se multiplicaron, sobre todo más por parte del señor Radoslav, que cedió parte de su tiempo de trabajo para ocuparse de que nada le faltase a su hija, que por la parte de su madre, a quien resultaba más complicado abandonar las faenas de la cocina, motor indispensable de aquella factoría humana. Esteban, a su vez, se benefició de un trato más delicado por parte de la familia de Valia, aunque mantenido sin excesivo descaro ante el resto de trabajadores. Fueron meses felices, de lenta espera, en los que Esteban deseó de verdad que se hubieran eternizado, aunque el embarazo resultó dificultoso para Valia. El médico ya lo advirtió en una de sus visitas, el reposo debería ser obligatorio pues el riesgo existía y era grande. Los últimos meses fueron un castigo para Valia, envuelta en un malestar general, entre vómitos y fiebre. El día que Valia se puso de parto, el señor Radoslav le encomendó a Esteban la tarea de cargar los listones de madera en el aserradero, para así estar más disponible y cercano a ella. Esteban trabajó sin lograr concentrarse, más pendiente de lo que estaba ocurriendo en el interior de la cabaña. Por ello no abandonó su gesto de preocupación cuando el patrón, sin emoción alguna, le hizo señas para que se aproximara hasta allí. Antes de subir los peldaños ya escuchó el sollozo del niño, pero no le dejaron acceder a la estancia donde se encontraba la parturienta. El médico obstaculizaba la entrada y, con un brazo extendido le tocó en el hombro. Esteban se paró en seco, no quería haber escuchado nunca aquellas palabras, porque le devolvían a una realidad que nunca tenía que haber ocurrido: era un niño sano y hermoso, pero Valia había muerto durante el parto. No, la vida no había sido fácil para Esteban, tampoco ahora. El destino entonces parecía haberle deparado un salto aún más complicado, una pirueta fatal para la que debía de entrenarse a conciencia. Cuando decidió abandonar la serrería lo hizo con el convencimiento de que su hijo quedaba en el hogar adecuado y con la certeza de que aquella no era la tierra donde él hallaría la paz y bienestar que, tan esquivas, se le resistían. Nada iba a faltarle allí a su hijo y, en su adiós, le llevó guardado en su memoria. Nunca nadie le escuchó pronunciar su nombre; tan hondo fue su amor de padre como su pena. Así lo quiso.
¡ FELIZ LECTURA, AMIGOS/AS !
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Miércoles, Mayo 11, 2011 - 19:06
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