Una sorpresa
No soy un hombre de sostenerme en supersticiones, mucho menos creo en las premoniciones y por supuesto que, como profundamente racional que me sostengo, niego tener poder alguno para oficiar de pitoniso y/u oráculo.
Tampoco soy hombre de fortuna, no es que viva al día, pero resulto medido en mis gastos y trato de adecuarme a mis ingresos.
Por esta razón, pero más principalmente porque el Banco me cobra gastos de mantenimiento cuando mi caja de ahorro permanece en cero, es que siempre acostumbro a dejar en ella una parte de lo que percibo y voy sacando a medida que necesito.
Y esa medida había llegado hoy por la mañana.
Ayer tarde tenía en mis bolsillo suficiente efectivo como para atravesar el feriado del ocho de diciembre, por lo que no se me ocurrió pasar por un cajero automático.
Pero entrada la noche, recibí la noticia de que una persona amiga se encontraba por aquí y decidimos ir a cenar como comienzo de una agradable noche y de un reencontrarnos.
La cena fue opípara, la noche agradable y el reencuentro prolongado y digno de ser guardado con discreción, pero mi efectivo se volatilizó, a punto tal que hube de restregar monedas para poder comprar los cigarrillos que resultan infaltables en mi persona.
Así las cosas, y no debiendo preocuparme por más gastos que hasta el mediodía de hoy, en las primeras horas del día me fui a dormir.
Algo mas tarde que de costumbre me desperté y comencé mi rutina diaria: baño, desayuno, encender la computadora, leer noticias, preparar algo de trabajo (hoy no debía salir de casa puesto que ayer todas mis faenas exteriores las había cumplido), y así transcurrí mi corta mañana, hasta que, doce y veinte, recordé que la efectividad de mis bolsillos estaba en cero y que debía concurrir al consabido cajero automático.
Pese a que a media cuadra de mi hogar tengo un cajero, por una cuestión de fidelidad (la única que me debe quedar), caminé tres cuadras hasta el cajero perteneciente al banco emisor de mi tarjeta.
Llegué hasta la mitad de cuadra de la Avda. La Pata al mil cuatrocientos, en la puerta una veintena de personas airadamente protestaba, costumbre muy habitual en los habitantes de esta urbe autodenominados porteños.
Frente a los cajeros automáticos un cartelito rezaba: “POR RAZONES AJENAS A ESTE BANCO LOS CAJEROS NO EXPENDEN DINERO”
Enojado con mi apego a la fidelidad bancaria, (y descreyendo de su utilidad) resolví volver sobre mis pasos y ejercer mi derecho a la infidelidad en el cajero que está a media cuadra de mi casa.
El mismo lucía radiante y pulcro, como siempre y desde su pantalla me decía: “CAJERO FUERA DE SERVICIO”
Recordé la existencia de un supermercado a cuadra y media y que en él había visto un cajero automático y hacia allí fui. Encontré cinco o seis personas frente al mismo que miraban absortas el cartelito de letras rojas FUERA DE SERVICIO, y todas comentaban un periplo más o menos semejante al mío.
Hice un cálculo mental de mis necesidades manducatorias para esos momentos, y me pareció mas prudente abandonar mi búsqueda de un expendedor automático de billetes, reemplazándola por el siempre a mano y bien querido minisuper chino de frente a mi vivienda.
Pese a los contratiempos pasados y las horas que se me habían ido en busca de efectivo, me dirigí contento hacia “los chinos”, como familiarmente se les dice en el barrio.
La razón de mi alegría, en parte se debía a que estos comerciantes orientales aceptan tarjetas de crédito y de débito, pero más que nada, porque quien sabe atender la caja las más de las veces, es una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida y con una simpatía desbordante.
Alta, de cabellos negros, piernas largas, con un pequeño dragón alado tatuado en su pantorrilla, siempre sonriente y de nombre irrecordable e impronunciable, (pese a que se lo he preguntado mil veces) es la única persona en la tierra a quien le entrego mi dinero con verdadero placer.
Pero esta vez, todas las ponderaciones que acabo de referir de ella, se troncaron en un seco: “TARJETA HOY NO. NO ANDA BANCO” (esto castellanizado de la mejor manera que puedo)-
Siendo como soy, un cliente casi habitual, traté de explicarle que había tenido problemas en retirar dinero del banco, y que no disponía de efectivo, haciendo uso y abuso de mi mejor sonrisa, le pedí que me dejara llevar la mercadería que había sobre la caja, que lo anotara y que por la tarde, en cuanto solucionara el problema del banco, le abonaría.
“TARJETA NO, PLATA NO, MERCADERIA NO” fue toda la respuesta que pude obtener.
Hundí mi humillación y vergüenza en el mas profundo de mis desencantos, aborrecí la terquedad del pequeño dragón alado de la pantorrilla de la belleza china y caminando de regreso a mi hogar iba tratando de dilucidar si, me resignaba a continuar mi ayuno hasta mas tarde o reemprendía el periplo en busca de efectivo en algún cajero que estuviese dispuesto a brindármelo.
Dado el calor de las primeras horas de la tarde, opté por lo primero y al acercarme al edificio en que vivo, veo a Serafín, el encargado, que junto a otra persona se encontraban arreglando la cámara de seguridad, - “se rompió la computadora” – me dijo a modo de saludo.
El ascensor se encontraba fuera de servicio por la misma razón y el portón de la cochera solo funcionaba manualmente por circunstancias análogas.
Fue allí cuando recordé algo que había escrito en alguna noche trasnochada: “Poderoso Caballero”, algo que por allí aún navega en Internet y que puede ser apreciado o depreciado si alguno se logra conectar.
En ese trabajo intentaba narrar las peripecias de un mundo en que los chips, los byte y toda cuestión ligada a la informática se declaraba en huelga independientemente de la voluntad de los hombres, y como, en pocos días todo era un caos.
Temiendo que esa historia se estuviese tornando real, decidí apurar mis pasos hacia algún cajero automático que funcionara, quise cruzar la avenida La Plata en dirección al centro, pero el semáforo no funcionaba y los automóviles comenzaban a ejercer su derecho de prioridad sobre cualquier peatón.
Extrañamente recordé que durante todo este tiempo no había escuchado el vuelo de ningún avión, quise saber la hora, y mi reloj digital había dejado de funcionar.
Fue entonces cuando me senté en un banco de la plazoleta que está en Rivadavia y Avda. La Plata y comencé a garabatear estas notas en la libreta que siempre llevo conmigo, para no olvidar lo ocurrido, si alguna vez tenía la oportunidad de pasarlo a mis archivos.
Estaba ya casi convencido de la huelga de byte y de que mi escrito “Poderoso Caballero” había sido premonitorio, cuando escucho por la radio de un taxi que había estacionado cerca de la acera que había huelga de los distribuidores de dinero en los Cajeros Automáticos, que todo era cuestión de días hasta que se solucionara el conflicto.
Me alegré de volver a ser racional.
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