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DULCE HOGAR
Cuando logró abandonar el bosque la niebla aún no se había disipado; descendió por la vaguada hasta el llano y, después de sortear el área pedregosa, atravesó los humedales con el agua al cuello. Los primeros jirones comenzaron a difuminarse al cruzar los extensos campos verdes, que parecían no tener fin; sólo entonces percibió el fuerte olor a gasoil. Siguió su rastro, al tiempo que aceleraba el paso y, al fin, pudo distinguir la carretera. Ya en la cuneta olfateó el aire; no conocía aquella zona y debía andarse con cuidado. En esta ocasión el señor Olmesson se había esmerado. La vez anterior le había dejado casi a cuarenta kilómetros de casa y, ahora, para evitar otro sonado fracaso no escatimó en sembrar dificultades alejándole todavía más. No le gustaba aquel maldito cascarrabias y era evidente que ella a él tampoco; su sola presencia le provocaba unas ganas instintivas de ladrar, incluso antes de que se acercara a propinarle la patada con la que acostumbraba a saludar cuando se cruzaba en su camino. Un mal vecino, sin duda, habría que extremar las precauciones en adelante. Apenas pasaron un par de vehículos en el largo trayecto que le separaba de la civilización más cercana. Caminaba paralela al arcén, sobre la hierba reseca, pero más mullida que el asfalto, lo suficiente para evitar dañarse las patas. El tráfico se intensificó a medida que avanzaba y salió el sol cuando alcanzaba la primera población. Allí hizo un alto para husmear entre unos cubos de basura; sabía que no debía abandonar el curso de la carretera. Si entraba en la ciudad podría perderse en un laberinto de calles y obstáculos indescifrable, pero después de deambular perdida por el bosque durante dos días, ya el hambre le azuzaba. Unas sobras de pescado le sirvieron de tentempié para continuar viaje. A un lado dejó la autopista, tampoco era aquel su camino. Se enfrentó ahora a una enorme planicie árida, donde los campos de trigo apuntaban la única nota de color. Le costaba reconocer algún dato útil, alguna pista que identificara aquel itinerario como el correcto, pero se dejó guiar por ese sexto sentido que no le había defraudado ni en los peores momentos. Olisqueó un neumático roto y abandonado en el arcén y, también, un zapato viejo, sin suela, al pie de una señal de tráfico donde la carretera se bifurcaba. Sin embargo, optó por un camino vecinal de tierra y polvo en el que no tardó en toparse con un arroyuelo que nacía a pocos metros más adentro. La sombra de unos robustos alcornocales le pareció tentadora para pasar otra noche a la intemperie, apenas unos breves instantes de descanso para sacar fuerzas de flaqueza, ya que desconocía la distancia y tiempo que le restaba. Caminó durante toda la noche, hasta que la carretera acabó por desembocar en un cruce más transitado de señales indicativas que de vehículos, pero sabía que el segundo ramal de la derecha era el que debía escoger. No tardaron en confirmárselo los aires norteños de las últimas nieves, de las que aún podían vislumbrarse restos en las cumbres. Se encontraba cerca de casa cuando amanecía, aquel recorrido ya le resultaba familiar. Palpitaba de entusiasmo cuando reconoció el tejado de su casa entre las calles del pueblo; hacía rato que, a causa del cansancio, había cambiado el trote acelerado por una marcha pausada, más lenta; y ahora mucho más cauta. Se detuvo a unos metros del chalet contiguo a su hogar, era la casa del señor Olmesson. Aguardó unos instantes hasta cerciorarse de que nada se movía allí dentro; luego, rauda, atravesó la cerca y bordeó el jardín hasta la entrada trasera. Allí, junto a la puerta de la cocina orinó con todas las ganas contenidas que aquella trepidante aventura le había procurado. Luego, salió corriendo en dirección a su casa. La pequeña Lía fue la primera en descubrirla cuando bajaba a desayunar. -¡Ha vuelto Sira! –gritó a todos- ¿Dónde has andado, perra mala? Estás sucia y… Sue y Matt se la unieron en el pasillo y su madre, desde la cocina, les instó a que la bañaran después del desayuno. -No es la primera vez que lo hace –apuntó Matt-. La otra vez estuvo fuera tres días, se mejora en cada escapada. Me pregunto qué hará por ahí… -Pobre Sira, qué cansada tiene que estar… –Sue le acariciaba las orejas. -Vuestro padre también se va a alegrar. –añadió la madre en voz alta. El doctor Frogger llegó justo a tiempo para la cena, tras una dura jornada de guardia en el hospital. Encontró a toda la familia en torno a la mesa, incluída Sira que, limpia y repuesta, parecía aguardarle junto a su silla. Otra vez la pequeña Lía se anticipó… -¡Mira quién ha venido, papi! -¡Pero si es nuestra Sira! –exclamó el padre- Así que decidiste regresar, ¿eh, picarona?... Pero enseguida cambió el tema de conversación con sus últimas noticias… -¿Sabéis a quién ingresaron hoy en urgencias? –Todos escuchaban- ¡Al señor Olmesson! -Condenado cascarrabias… -Sue no pudo contenerse. -Sue, por favor. –le conminó su madre- ¿Qué ocurrió, cariño? -Parece ser que resbaló, se cayó en casa y se ha roto la cadera –explicó el doctor Frogger-. Tendrá que hacer reposo y no podrá conducir en una larga temporada… La madre se arrodilló junto a su marido, mientras ambos acariciaban el suave pelaje de Sira. -Este animal es muy listo, cariño. Parece que sabía que hoy habría natillas y bizcocho de nata… -Sí, además, ¿dónde íbamos a encontrar a alguien que le gustaran tanto tus natillas? –vociferó Matt, golpeando la mesa con los cubiertos. Todos rieron. -Sí, siempre dije que a esta perra sólo le falta hablar. –asintió el doctor Frogger. Sira les contemplaba atenta, con la lengua fuera, a un costado, mientras sonreía.
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